Ser diseñadores implica mirar el mundo con otros ojos.
Aprendemos a ver patrones donde nadie los ve, a identificar errores tipográficos en carteles del supermercado, y a pensar en composición hasta en una foto casual.
Ser diseñador no es solo una carrera: es una forma de estar en el mundo y existir con él.
Pero esa sensibilidad visual, que es lo que nos da identidad, también puede convertirse en una jaula.
En un entorno donde todo comunica, el diseñador se vuelve un filtro visual permanente para el resto de la sociedad. Nunca descansamos. Nunca dejamos de mirar. Nunca dejamos de pensar en cómo se hicieron las cosas y en las infinitas posibilidades que no existen para resolver el mismo problema.
Esta hipervigilancia estética es una doble espada: por un lado, nos mantiene alertas y creativos; por el otro, nos desgasta. Y mucho.
El burnout estético es esa sensación de estar saturado no solo de trabajo, sino de estímulo visual. Es el agotamiento de tener que estar siempre creando algo nuevo, siempre siendo
original, siempre subiendo contenido, siempre teniendo ideas, mientras el entorno exige inmediatez y rendimiento.
Ya no es suficiente diseñar bien: hay que diseñar rápido, bonito, viral, y con una estética que guste en segundos o, si no, se descarta completamente.
En ese panorama, no es raro que muchos diseñadores terminemos sintiéndonos vacíos o repitiendo ideas y estéticas que ya existen.
El problema no es solo la cantidad de trabajo. Es la presión que recae sobre los creativos visuales de tener buen gusto, de saber qué es tendencia, de reinventarse con cada encargo, de no repetirse, de estar en constante cambio. Todo esto mientras luchamos por conseguir clientes, pagar facturas y, en muchos casos, demostrar que sí, es un trabajo de verdad.
La estética, que debería ser una herramienta de expresión, se convierte en una exigencia constante. Y cuando el cansancio no se nota en la cara, se nota en los diseños.
Diseños sin alma, hechos por cumplir, por terminar, por entregar.
Diseños que no nos emocionan, pero que se ven bien, y a veces eso basta. Ahí está el síntoma más claro del burnout estético: el momento en que diseñar ya no nos conecta, sino que nos desconecta de nosotros mismos.
El sistema del diseño, especialmente el que gira en torno a redes sociales, nos empuja a la productividad constante. Y cuando paramos, sentimos culpa. Como si descansar nos hiciera menos diseñadores, menos merecedores de reconocimiento por nuestro trabajo.
También existe un mito romántico muy dañino:
"...el del diseñador que ama tanto lo que hace que no necesita vacaciones, que trabaja por pasión, que diseña hasta las 3AM porque le nace..."
Pero esa narrativa solo alimenta la idea de que el agotamiento es parte del proceso creativo. Que si no te está costando el alma, entonces no lo estás haciendo bien. Y eso simplemente no es verdad.
Necesitamos empezar a hablar del cansancio creativo. De lo que significa habitar una profesión que se mete con los ojos, con el cuerpo, con el estado anímico.
El burnout estético existe, y no se combate con más “inspiración”, sino con descanso, con límites, con espacios donde diseñar no sea una obligación sino una elección.
Diseñar debería ser algo que nos conecta, no que nos consume. Y para eso, necesitamos construir una cultura del diseño que valore tanto el resultado como el proceso, que celebre tanto la productividad como la pausa. Porque no hay creatividad verdadera sin cuidado, y no hay cuidado sin conciencia.
Así como diseñamos espacios visuales para otros, también debemos diseñar uno para nosotros mismos. Uno donde no tengamos que demostrar nada, donde lo visual no sea una carga, y donde la belleza no sea una exigencia, sino una posibilidad y una emoción honesta.
Así podemos hacer que el diseño vuelva a ser lo que fue para muchos de nosotros al inicio: un refugio, una forma de ver el mundo, y una manera de sentir sin expectativas ni presiones.
Escrito por Laura Bustos.
a.k.a. Trescientos
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