El color, esa herramienta que tan naturalmente usamos en el diseño gráfico, es a la vez una decisión técnica, una intuición emocional y una expresión energética. Lo elegimos todos los días, casi sin pensarlo, basándonos en paletas predefinidas, en tendencias, en lo que “funciona”. Pero ¿qué pasaría si nos detuviéramos a escuchar desde dónde realmente surge esa elección? ¿Y si nuestras decisiones cromáticas dijeran más sobre nosotros que sobre el encargo en sí?
Vivimos en un sistema visual saturado de estímulos, donde el color se convierte en una especie de lenguaje silencioso. Desde la psicología del color hasta la teoría clásica del diseño, hemos aprendido a codificar sus efectos, a medir su impacto, a aplicarlo como un recurso estratégico. Sin embargo, más allá de la lógica racional, el color también opera a niveles sutiles, casi invisibles, donde se entrelaza con nuestra energía interna.
En la tradición yóguica, los chakras son centros energéticos que atraviesan el cuerpo y se manifiestan en distintas dimensiones de nuestra existencia: instinto, deseo, poder, amor, expresión, intuición y conciencia. Cada uno se asocia con un color específico. Pero lo interesante no es solo esta asignación simbólica, sino cómo se refleja en nuestras decisiones creativas. ¿Es posible que, sin saberlo, gravitemos hacia los colores de los chakras que tenemos más activados? ¿Qué nuestras paletas hablen de nuestra energía tanto como de nuestra formación?
Un diseñador profundamente conectado con su centro de expresión tenderá, quizás, a elegir azules en todas sus gamas. No por estética, sino porque es desde la comunicación donde articula su mundo. Otro, más vinculado al chakra del corazón, creará universos visuales suaves, empáticos, llenos de armonías verdes que abrazan. El que vibra desde el plexo solar trabajará con fuerza, con contrastes, con amarillos que afirman la identidad de lo que diseña. Ninguno está equivocado, porque cada elección cromática también es una autoafirmación.
Esta perspectiva no busca reemplazar la teoría del color, sino complementarla con una mirada más integral y quizás más honesta. Porque el diseño no nace solo de lo que sabemos, sino también de lo que somos. Y si somos, ante todo, seres energéticos y emocionales, entonces no deberíamos sorprendernos de que el color que elegimos sea también el reflejo de nuestra vibración más íntima.
Es fascinante pensar que los colores que usamos una y otra vez pueden estar hablándonos de nosotros. Que una identidad visual diseñada desde el azul profundo no solo transmite confianza, sino que también revela una necesidad de expresar la verdad propia. Que nuestra repetida inclinación por los ocres y los tonos tierra quizá no sea una decisión estética, sino una forma de buscar anclaje, seguridad, raíz.
Esta lectura puede servirnos no solo para reconocernos como diseñadores, sino también para cuestionarnos. ¿Qué colores evitamos sistemáticamente? ¿Qué energías estamos dejando fuera? ¿Desde dónde estamos diseñando y para quién? Tal vez, si ampliamos nuestra conciencia, podamos salir de nuestras zonas cromáticas de confort y diseñar no solo con más técnica, sino con más presencia.
El color, al fin y al cabo, no es solo una herramienta visual. Es frecuencia, es emoción, es un puente entre el mundo y nosotros. Quizás el verdadero desafío sea escucharlo no solo con los ojos, sino con el cuerpo entero.

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