Diseñar exige presencia. No solo mental o emocional, sino física. Frente a la pantalla, el cuerpo se vuelve el escenario silencioso del proceso creativo: hombros encorvados, muñecas tensas, ojos fijos en un haz de luz que no parpadea. Horas y horas así. Y sin embargo, hablamos poco del cuerpo que diseña. Lo habitamos como si fuera una extensión de la máquina. Lo ignoramos, hasta que duele.
El diseño gráfico contemporáneo —profundamente digitalizado— ha multiplicado nuestras capacidades, pero también ha distanciado al cuerpo del centro del proceso. Hemos desplazado nuestra corporalidad a favor de una productividad sostenida, muchas veces sin pausa ni autocuidado. Pero el cuerpo no es un contenedor pasivo; es parte activa del diseño. Lo que creamos, lo hacemos desde él. ¿Por qué, entonces, lo sacrificamos como si fuera prescindible?
Diversos estudios en ergonomía y salud ocupacional alertan sobre los riesgos reales del trabajo prolongado frente a pantallas. El “síndrome del cuello de texto” (text neck), por ejemplo, es una afección cada vez más común entre creativos digitales. Mantener la cabeza inclinada hacia adelante durante horas puede ejercer una presión de hasta 27 kg sobre la columna cervical. Las consecuencias son claras: dolor, rigidez, agotamiento.
Y las articulaciones —nuestros dedos, muñecas, codos— resienten también la repetición. El uso constante del mouse y el teclado puede derivar en trastornos musculoesqueléticos como el síndrome del túnel carpiano o la tendinitis, afecciones que afectan directamente nuestra capacidad de seguir diseñando. Lo irónico es que diseñamos para comunicar, pero en el proceso, dejamos de escucharnos.
Cuidar el cuerpo no es un lujo ni una moda de bienestar. Es una responsabilidad ética con nosotras mismas, con nuestro oficio y con los procesos creativos que merecen nacer desde un cuerpo habitable. La ergonomía, por ejemplo, no debería ser un apéndice técnico de oficina, sino una práctica consciente de diseño del entorno: altura correcta de la pantalla, silla que respete la curvatura lumbar, descansos visuales cada 20 minutos, ejercicios simples de estiramiento que devuelvan al cuerpo su elasticidad natural.
Pero también hay una dimensión más profunda. ¿Qué relación sostenemos con nuestro cuerpo mientras diseñamos? ¿Desde dónde diseñamos: desde la tensión o desde el cuidado? ¿Desde la urgencia o desde el respeto al ritmo corporal? Estas preguntas no son sólo médicas o biomecánicas, sino profundamente filosóficas. Nos invitan a repensar el diseño como una práctica que, antes que producir cosas, atraviesa vidas.
Quizás el futuro del diseño —o al menos uno más justo con nosotras mismas— implique una rehumanización del proceso. Una forma de habitar la creatividad donde el cuerpo no sea una herramienta explotada, sino una inteligencia aliada. Donde el cuidado postural sea un acto de resistencia frente a un sistema que nos exige inmediatez. Donde mirar una pantalla también implique cerrar los ojos a tiempo.
Porque diseñar no es solo dar forma al mundo. Es también aprender a cuidar el cuerpo que lo imagina.

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