Una de las cosas más difíciles que he descubierto a lo largo de estos años en diseño gráfico no tiene que ver con aprender a usar una herramienta, ni con elegir la tipografía correcta, ni con encontrar la paleta de color perfecta. Lo más complicado, muchas veces, es aprender a valorar mi propio trabajo.
Desde el primer semestre nos enseñan a observar, a analizar, a corregir y a mejorar. Lo que no nos dicen es que ese ojo crítico que desarrollamos hacia el diseño también se vuelve hacia nosotros. Y ahí empieza la batalla interna. Nos convertimos en nuestros primeros (y a veces peores) críticos.
Me ha pasado muchas veces entregar un proyecto y quedarme con esa sensación de “podría haberlo hecho mejor”. Incluso cuando recibo buenas devoluciones, hay una voz interna que me dice que no fue suficiente. Y eso, con el tiempo, cansa.
La autoexigencia puede ser una aliada, pero también un obstáculo. Nos empuja a mejorar, pero también nos puede hacer dudar de nuestro talento o incluso de nuestras ideas. A veces, lo más difícil no es que el cliente no lo entienda, sino que tú mismo no estés seguro si lo que hiciste tiene valor.
Con el tiempo he aprendido que diseñar también es aceptar procesos. No todos los trabajos tienen que ser perfectos. Algunos son etapas, otros son ejercicios, otros son pruebas. Valorar lo que hacemos no significa conformarse, sino reconocer el esfuerzo, el crecimiento y el contexto de cada proyecto.
A veces necesitamos tomar distancia, dejar reposar un diseño y volver a él con otros ojos. A veces necesitamos escuchar la opinión de alguien más, alguien que vea lo que nosotros no podemos ver por estar demasiado cerca.
Ser diseñadores es también aprender a confiar en lo que hacemos. Y si bien la autocrítica es parte del proceso creativo, también lo es el autoaprecio. Porque al final, si no creemos en nuestro trabajo, ¿cómo esperamos que otros lo hagan?
Por: Natalia Carballo

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