Pero con el tiempo he empezado a pensar diferente. ¿De verdad creemos que vamos a inventarlo todo desde cero? Con todo lo que ya se ha diseñado, con todo lo que hemos visto y consumido, es posible siquiera separar por completo nuestras ideas de lo que nos rodea? Cada vez creo más que no. Y que tampoco está mal.
Diseñamos con todo lo que llevamos dentro. Con lo que hemos vivido, pero también con lo que hemos visto, lo que nos inspiró, lo que se nos quedó grabado aunque no lo notamos. Diseñar con “alma ajena” no es copiar, es reconocer que no creamos en el vacío. Que estamos en diálogo constante con otros, incluso sin saberlo.
Sí, existe la copia deliberada, el plagio sin crédito. Y claro que eso tiene consecuencias. Pero también existe esa otra zona más difusa, más cotidiana, donde dos personas llegan a soluciones similares sin conocerse. Y ahí, más que condenar, tal vez deberíamos maravillarnos: qué increíble que alguien más haya sentido algo parecido. Qué bonito pensar que no estamos tan solos en lo que imaginamos.
La ética del diseño no debería basarse solo en ser “el primero”, sino en ser honesto con la intención, respetuoso con los otros y consciente del lugar desde el que creamos. Porque incluso si una forma se parece, el gesto que la originó puede ser distinto. Incluso si otro llegó antes, eso no borra lo que sentimos al llegar nosotros.
Al final, diseñar es construir con lo propio, pero también con lo compartido. Y eso no le quita valor. Le da más historia, le da peso.
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