Recuerdo cuando empezaba y creía que ser buen diseñador era solo cuestión de hacer cosas bonitas. Pasé días enteros perfeccionando un cartel que, aunque lucía impresionante, no comunicaba nada claro. Fue un trabajo de clase sencillo el que me abrió los ojos: un simple flyer que hice en pocas horas, con elementos básicos pero bien organizados, fue el que mejor funcionó. El profesor me dijo algo que nunca olvidé: "El buen diseño no es el que más brilla, sino el que mejor cumple su propósito".
Desde entonces, llevo un cuaderno donde anoto mis aprendizajes, especialmente esos errores que al principio me daban vergüenza pero que ahora veo como parte del proceso. Como cuando usé una tipografía tan decorativa que nadie podía leer el mensaje, o esa paleta de colores que parecía vibrante en pantalla pero se veía opaca al imprimir. Revisar esas páginas cada tanto me muestra cuánto he crecido, no tanto en técnica (que también), sino en cómo pienso antes de diseñar.
El verdadero cambio vino cuando empecé a preguntarme no solo "¿Esto se ve bien?" sino "¿Esto funciona?" Ahora, cuando veo mis primeros trabajos, me sorprende lo obvio que me parece lo que antes no veía. El progreso real no se mide en cuántas herramientas dominas, sino en cómo tus decisiones de diseño van teniendo más sentido y propósito.
Hoy entiendo que ser diseñador no se trata de crear piezas perfectas, sino de resolver problemas con inteligencia visual. Esos días obsesionado con detalles estéticos me enseñaron que, sin función clara, ni la técnica más depurada salva un diseño.
El verdadero aprendizaje está en esos momentos de claridad, cuando ves cómo tus errores pasados se convierten en intuición presente. Mi cuaderno de apuntes ya no solo registra fallos, sino pequeñas victorias: esas veces donde la solución simple fue la más elegante. Porque al final, el mejor diseño no es el que impresiona a otros diseñadores, sino el que cumple su misión de comunicar con claridad y humanidad. El resto, es puro ruido visual.
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