Desde que empecé en el mundo del arte y el diseño, pensé
que no era una persona competitiva. Creía que no me comparaba con otros, que mi
proceso creativo era libre y auténtico, sin presiones externas o internas. Pero
con el tiempo he descubierto que, aunque no siempre lo admitamos, la
competencia forma parte del ADN de quienes nos dedicamos a crear. Es casi
inevitable. Y no hablo solo de competir con los demás, sino también con
nosotros mismos, con nuestras propias expectativas y con ese ego que muchas veces
crece en paralelo con nuestra pasión.
Hay momentos en los que he visto el trabajo de otros
artistas o diseñadores y me he preguntado, con una mezcla de admiración y
frustración, “¿por qué no lo hice yo?” o “¿por qué no pude haberlo hecho así?”.
Esas preguntas a veces me empujan a esforzarme más, pero otras veces me hunden
en dudas y comparaciones que parecen interminables. Y sé que no estoy sola:
muchos artistas reconocen ese tirón interno que les exige ser los mejores, los
más originales, los más talentosos. Es un fuego que puede inspirar, pero
también consumir.
Esa lucha interna me recuerda mucho a una frase de Amy
March, un personaje de Little Women (Mujercitas), que dice
algo así: “Si no puedo ser la mejor, no quiero ser nada”. Amy, con su carácter
fuerte y su ambición, encarna ese sentimiento que muchos creativos
experimentamos. La necesidad de destacar, de ser reconocidos, de no pasar desapercibidos.
Y aunque a veces esa frase suena dura o incluso tóxica, también refleja una
verdad profunda sobre la naturaleza humana y artística: el deseo de dejar una
huella, de ser únicos en un mar de talentos.
Pero con los años he aprendido que esa presión, aunque
inevitable, no puede controlarnos ni definirnos. Ser el número uno no debería
ser el único objetivo, ni la medida del éxito o del valor personal. El arte y
el diseño no son solo competencias ni rankings; son formas de expresión, de
conexión, de crecimiento personal. La comparación puede ser una herramienta
para aprender, para inspirarnos, pero también puede convertirse en una trampa
que roba la alegría y el sentido de lo que hacemos.
Así que hoy, desde mi experiencia como casi diseñadora,
quiero decirme a mí misma y a quienes también sienten esa presión: está bien
querer ser los mejores, pero también está bien no serlo. Lo importante es
disfrutar el camino, aprender de cada paso, y recordar que nuestro valor no
depende de ser “el número uno” sino de ser fieles a nuestra voz, a nuestra
visión y a nuestro proceso creativo. En un mundo lleno de competencia, ser
auténticos es, al final, el mayor triunfo. 
Por: Desirée Oporto 

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